Preguntas
Escrito
por Canela
A Marta Schneider
-¿También vos
fuiste pequeña, bobe?
Oh… sí pero hace
tanto tiempo.
-¿Y tu bobe, también
contaba cuentos?
A ver… estábamos
tristes, encerrados,
en un lugar muy
gris con mucho miedo.
Ella me
recordaba los colores de afuera
mientras cosía en
su abrigo gastado
una estrella
amarilla.
El azul del lino
florecido,
el verde de la
gramilla,
las cerezas de a
dos
para colgar su
rojo en las orejas.
Yo me sentaba a
su lado
imaginando lo
que no sabía,
soñando que
podría
correr por esos
prados.
No tenía estos
libros que nos hablan
de lobos feroces
en la nieve
y princesas
encerradas en su torre.
Me cuenta ésto mi
bobe
con una voz tibia
y redonda
que acaricia el
final del largo día.
¡Ahora a dormir,
taiere
einikl
tengo preparar
para mañana
vareniques de papa.
Con cebollitas
doradas.
No hubo mañana.
Para tantos, para mi.
El mundo se volvió gris.
A las nueve
Después del
desayuno dijo:
-Voy a la Amia.
Me gustaba la
palabra
Amia – amiga – mía.
Siempre iba a hacer
algo
y volvía muy contenta
de ese mundo cercano
que le
pertenecía.
No regresó la
bobe al mediodía
Un estallido feroz
de tantos lobos,
un estruendo de
torre que caía
afuera de los
cuentos.
Gritos,
gritos y sirenas
gente llena de
polvo que trepaba
sin creer lo que
veía
una montaña de
pena
abrazos lágrimas
y lágrimas.
Tardé en saber.
Mi bobe ya no volvería.
Esos ojos azules
con aguïta.
Esas manos que
amasaban Kijalaj*
con semillas de
amapola.
Esa voz redonda
y mía.
No volvería.
Pasaron muchos
años
sin justicia.
No se si puedo
perdonar.
Ij ob keinem nicht faint*
No se si
entiendo.
Pasará y pasará
el tiempo.
Cuando mis hijos
me den nietos,
¿podré yo
repetir historias,
con aquellos
colores de la elter bobe?*
Encerrada con su einikl*
tan pequeñita
en un lugar muy
gris.
Me duele el
corazón cuando recuerdo.
Me pregunto
porqué y no encuentro,
no encuentro
respuestas.
Si estuvieras
aquí,
bobe querida,
¿vos que dirías?
*
Kijalaj: masitas
*
Ij ob keinem nicht faint: Yo no le tengo odio a nadie
*
elter bobe: bisabuela
*
einikl: nieta
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Tal vez queden tres
segundos
Escrito por Eduardo Abel Giménez
Escrito por Eduardo Abel Giménez
Tal vez queden tres segundos, pero todavía no lo sé. Está nublado. El portero dijo que va a llover. Sin embargo, hace un rato vi un retazo de azul hacia el sur. Puede ser que venga algo de viento y barra las nubes y el calor. Camino junto a la pared, esquivando las baldosas flojas. Unos metros más adelante, dos policías aburridos charlan. La pared es gris, rugosa. Está cubierta de inscripciones, firmas, nombres, un ecosistema de aerosoles que lucha por un fragmento de superficie. Un poco por encima de mi cabeza está la primera hilera de ventanas, todas opacas, altas, vacías. La vereda es angosta. No hay árboles.
Dos segundos. Una chica en uniforme de colegio viene en dirección contraria. Camina rápido, imitando los movimientos de FTV. Los policías vuelven la mirada hacia ella, sin interrumpir la frase que están diciendo. Se oye el ruido del motor, fuerte, agresivo, pero todavía no nos damos cuenta. Llevo las manos en los bolsillos. La derecha rodea la cámara, la izquierda el celular. La campera está pesada, con tanta electrónica en su interior, y eso sin contar los documentos, las llaves, los papeles inútiles.
Un segundo. Ahora es cuando empezamos a sospechar. El motor se impone sobre todo lo demás, acompañado por un aullido de neumáticos. La chica de uniforme mira hacia su derecha, yo miro hacia mi izquierda, los policías se callan. La pared no hace nada. Sigue nublado, la lentitud de los cielos no llega a resultados con la rapidez de los humanos. Alguien grita, fuera de este reducido grupo de personajes en los que he venido pensando. Cada corazón late una vez más.
Cero segundos. El ruido no ha tenido tiempo de llegar cuando la luz nos atraviesa.
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Una mañana de julio
Escrito por Enrique
Melantoni
No recuerdo nada de ese
día. Lo que sé, me lo contaron mucho después, así que las imágenes, aunque sean
una parte mía, les pertenecen a otros.
Yo estaba en la
oscuridad. Dicen que había momentos en que luchaba por mi vida como un campeón.
Un rato antes, tío
Herschel y su amigo Antonio se habían encontrado en Pasteur para iniciar unos
trámites.
Los había atendido
Esther, una mujer bajita y simpática, que les entregó un formulario para llenar
y les pidió que aguardaran unos minutos. Después, ella buscó en su cartera un
cigarrillo y salió a fumarlo a la vereda.
En la oficina de al
lado trabajaba su amiga Sarita, que recibía las solicitudes para la Bolsa de Trabajo. En el
pasillo se veían personas de distintas razas y creencias, llevando papeles o
esperando su turno, porque allí, en la Asociación Mutual
Israelita, no se hacían distinciones.
Sarita, al ver pasar a
Esther, le sonrió, cómplice. Pero no podía acompañarla. Tenía demasiado trabajo
esa mañana.
Antonio, que había ido
por acompañar a mi tío, se levantó y fue a dar una vuelta. Parte del edificio
estaba en obra o en refacciones, pero había una gran escalera de mármol y
algunas decoraciones que valía la pena ver. Escuchó a dos hombres al pasar, uno
mayor, el otro joven, discutiendo las posibles traducciones al español de un
texto hebreo, mientras subían lentamente por la escalera hacia el entrepiso.
Esther llegó a la calle
y prendió su cigarrillo. Después caminó despacio hasta la esquina, disfrutando
ese breve momento antes de regresar a su escritorio.
En ese instante,
alguien le avisaba a mi tío que debía retirar un papel en una oficina del
fondo. Y hacia allá fue él, pensando con una sonrisa que ese día pintaba bien,
que saldría con su trámite terminado.
Ya estaba dándole las
gracias a la empleada que lo atendía cuando se escuchó un ruido enorme y el
edificio entero se sacudió.
En ese momento, mi mamá
estaba gritando, pero muy pocos la oían. Yo, en la oscuridad, tampoco sabía lo
que estaba sucediendo. Y ni siquiera podía gritar.
Mi tío corrió buscando
la calle a través de nubes de polvo, saltando sobre escombros.
¿Dónde se habría metido
Antonio? En el suelo, entre los restos de la mampostería, había muchas personas
heridas. Algunas se quejaban, pero otras estaban muy quietas y silenciosas...
Un muchacho le pidió ayuda y mi tío le ofreció su brazo para alcanzar la
salida.
Allí estaba Esther, mirando
sin ver, sin comprender. Sólo reaccionó cuando la brasa del cigarrillo
consumido le quemó los dedos.
Algunas personas que
estaban en el edificio cuando se produjo la explosión pudieron salir y
alejarse. Otras, como mi tío, se quedaron en la vereda de enfrente, esperando.
¡Había tanta gente adentro! Imaginaba que lo vería aparecer a Antonio de un
momento a otro, entre los que salían. Pero Antonio no salió.
El edificio entero se
conmovió y se hundió sobre sí mismo, como un castillo de naipes, y al estruendo
le siguió el silencio.
Mamá dejó de gritar.
Mi tío pensó por un
momento que se había quedado sordo. Veía a las personas abrir la boca, entre
las nubes de polvo, sin escuchar sus voces. Pero después comenzaron a
escucharse los gritos, los pedidos de ayuda.
Muchas manos comenzaron
a retirar los escombros, formando una cadena, cuidadosamente pero sin pausa.
Manos de personas que no pensaban en lo que había sucedido, sino en las vidas
atrapadas que aún podían salvarse. Muchos lo hacían sin hablar, atentos a
cualquier sonido que pudiera surgir debajo de los escombros.
Yo había pasado de la
oscuridad a la luz. Había llorado.
Estaba en los brazos de
mi madre, en el hospital donde nací, cuando comenzaron a llegar las noticias, y
las lágrimas de alegría se mezclaron con las de tristeza y horror.
Y así seguimos
adelante, guardando en la felicidad de cada día vivido un trocito de la
tristeza de aquella mañana de julio.
Incluso yo, que nací al
mismo tiempo que estos recuerdos.
Enrique Melantoni
Abril de 2012
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Un vacío en el
lugar del nombre
-fragmento-
Escrito por Márgara Averbach
Entre el país de Olvido y el país de Memoria hay una Línea variable, complicada. El paso sobre esa Frontera (de Olvido a Memoria o de Memoria a Olvido) no es cualquier paso. Y el Árbol que crece justo sobre
Las razones para ir de Olvido a Memoria
son infinitas. Las razones para mudarse de Memoria a Olvido, también. Hay días
en que hace falta olvidar. Un amor. Una pena. Una carta. Una presencia. Un vacío.
Para eso, es mejor respirar el aire de Olvido. Hay otros días en que el
recuerdo es lo único que nos salva y en esos días, Memoria es el lugar
perfecto.
Las razones para cruzar la Línea son infinitas, dije. Y
cada cruce es una historia. Eso es importante: la Línea guarda con cuidado
esas historias. Se sostiene sobre los cientos de pasos que los seres humanos
damos sobre ella.
Por ejemplo:
-Algunos viajeros cruzan la Línea como si fuera
invisible. Pero eso no les dura mucho porque apenas vuelven a apoyar el pie del
otro lado, llegan los Recolectores. Después del cruce, hay que pagar y el pago
es siempre el mismo: la
Frontera exige la historia del viaje. Así, los Recolectores
hacen visible a la Línea :
no se cuenta una historia sin pensarla. Las historias explican, es inevitable.
-Otros vienen a la Línea con intención. Con
deseo. Vienen a buscarla sobre los caminos. Y mientras andan, tejen la
historia. A veces, me dijeron, la historia decide por ellos y los viajeros no
cruzan la Línea. Las
historias son sabias.
-Para algunos, la Línea es filosa. Un cuchillo
vuelto hacia arriba. Los viajeros que la cruzan así, tienen que detenerse
enseguida, con los pies ensangrentados. Para ellos, el pago es una caricia. Las
historias consuelan cuando es necesario.
-Hay días, sobre la Frontera , en que sopla un
viento duro, vertical, inapelable. Una pared de aire. En esos días, según desde
dónde esté soplando, parece imposible dar el paso de Olvido a Memoria o de
Memoria a Olvido. Los viajeros que llegan esos días se detienen y esperan.
Eso me pasó a mí.
Hace cuatro días que recorro la Línea buscando una grieta en
el viento. De a ratos, duermo en el suelo blando. De a ratos, me levanto y
camino, los ojos fijos en el muro de aire. No pierdo la esperanza.
Hoy paso de nuevo junto al Árbol que
crece justo sobre la Línea
y el cansancio se cierra sobre mí como una red de pescadores. Siento que voy a
caerme y apoyo la mano en el tronco para sostenerme.
El Árbol de las Historias. Parece un
árbol cualquiera pero la pared de viento lo atraviesa, lo sacude de un lado, lo
deja inmóvil del otro. Pienso, con la mano apoyada sobre la corteza fresca.
Cuando alguien cruza la Línea , me dijeron, los
Recolectores se sientan a escuchar su historia. Después, levantan las palabras
con las manos, caminan hasta el Árbol y las derraman sobre las grandes raíces
que asoman desde la oscuridad hermosa de la Tierra , como serpientes. Dicen que esas raíces
alimentadas con historias sostienen el mundo en cientos de lenguajes.
Me había olvidado de eso. Y ahora, el
Árbol me llamó con cansancio y lo recuerdo todo, la mano sobre el tronco
tallado, rugoso, firme. Sé lo que va a pasarme. Cuando alguien toca el Árbol,
el Árbol contesta. En la savia de historias que se mueve dentro de ese cuerpo
oscuro, hay una historia que siente el roce y sube hasta los dedos humanos y
entra en la frente del viajero y se le vuelve propia, como son propias las
historias de otro cuando las escuchamos.
Ahora sé que por eso somos quienes somos,
juntos: lo que nos une son las historias del Árbol.
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La memoria de todos
Escrito
por Verónica Sukaczer
Varsovia, 18 de julio de 1942
-No queda tiempo –dijo
Hannah a su padre, con resignación en la voz. En el gueto todo se iba acabando:
las papas, la paciencia, las vidas, el tiempo. Pero la esperanza no. O sí. A
veces se terminaba la esperanza, pero por un rato nada más. La esperanza
cambiaba siempre de forma, regresaba, alguien aportaba la suya y se
multiplicaba.
–Podemos sacarte ahora.
-Los libros primero- dijo
él, terminante.
Los libros primero.
El padre de Hannah era
bibliotecario de una biblioteca que ya no existía.
Los libros primero.
-Sacamos todos los que
pudimos. Es tu turno.
-Todavía quedan libros – insistió
el padre.
Hannah sabía de antemano
que no ganaría esa discusión.
-Dame el tuyo, también – dijo
antes de partir.
-¿El mío? ¿Cuál?– preguntó
el padre.
-El que escribiste vos.
Tus memorias.
El padre sonrió.
-Quedó un solo ejemplar.
Los otros los quemaron. Hay libros más importantes.
-¿Te acordás qué decías
en relación a la destrucción de libros? Decías...
-Que si te matan las
palabras, te matan dos veces – dijo el padre.
Hannah logró escapar esa
noche por un agujero en la pared que separaba el gueto del resto del mundo.
Llevaba el libro que había escrito su padre abrazado sobre el pecho.
Nunca se volvieron a ver.
Rosario, 18 de julio de 1978
¡Los libros! ¡Tendría que
haber escondido los libros!, se dijo Julia cuando los escuchó llegar. Pero ya
era tarde. Lo único que le quedaba ahora era esperar, no rendirse, pensar,
seguir siendo.
Para evitar que algún
tipo del otro lado tirara la puerta abajo, fue ella quien abrió y los dejó
pasar. Respiró hondo. Los miró a los ojos. Eran muchos hombres, muchas armas,
mucha amenaza. Todo para ella. ¿Todo para ella?
Mientras uno daba vuelta
muebles, otro tiraba los libros al piso como si se tratara de alguna plaga que
había que aplastar.
Por instinto, Julia se
arrodilló frente al montón de papeles, tomó un texto cualquiera y pasó una mano
por la portada. Era el libro de su abuelo, el que su madre Hannah había traído
de Europa... Entre los cientos de libros que había en su biblioteca, justo ese
en ese momento.
Cuando se la llevaban,
Julia escuchó que alguien decía:
-Los libros,
quemalos.
Y entonces pensó qué pena, qué tontería quemar libros... Esta gente nunca aprende... No sabe que los libros echan raíces, que aunque
los destruyan vuelven a crecer... Porque
los libros son la extensión del pensamiento. Y el pensamiento no puede
quemarse... sólo se quema el papel. Qué
estúpidos, qué ignorantes... Y luego se arrepintió de nunca haber hecho una
copia del libro de su abuelo. Porque después de todo, aquella historia era
parte de su historia. Su memoria.
Sí,
eso fue de lo único de lo cual se arrepintió.
Buenos Aires, 18 de julio de 1994
Cuando el bibliotecario
de la Fundación IWO ,
que funcionaba en el tercer y cuarto piso de la AMIA , encontró el libro, no podía saber que se
trataba de un libro que ya había sido salvado dos veces. Que era un libro
sobreviviente. No podía saber lo que había sucedido ni lo que estaba por
suceder.
El libro había estado
perdido durante años. O más bien olvidado. Porque no puede perderse aquello que
no se sabe que se tiene. Simplemente se había caído de una caja y había quedado
oculto detrás de otra. Hasta ahora, que había sido hallado y buscaba su lugar
entre otros 80.000 títulos.
El bibliotecario intuía
que tenía entre manos algo especial. Sospechaba que ese libro era único. Que no
existían otros ejemplares dando vueltas por el mundo. Así como era único el
camino que había recorrido para llegar hasta allí.
Antes de empezar a
trabajar, el hombre colocó sus manos sobre la tapa y recitó la oración que
recitaba frente a cada texto, una plegaria inventada que abarcaba todo lo que
él hacía, su trabajo y su pasión, su legado.
Recupero la memoria de uno para la memoria de todos, dijo.
Luego, el desconcierto.
El dolor.
á
Comenzaron a llegar desde
todos los rincones. Había altos, flacos, gordos, judíos, grandes, porteños,
sordos, bajos, cristianos, creyentes, pelirrojos, pelados, no creyentes,
miopes, sanos, estudiosos, provincianos, enclenques, jóvenes, no tan jóvenes.
En ellos se dibujaban todos los credos, todas las razas, todo un arco iris de
humanidad. Y a nadie le importaba. Es decir, nadie se ponía a señalar al otro,
nadie pensaba que el de al lado era distinto. Porque todos eran distintos. Y
no, eran todos iguales. Y eso estaba bien. Eso los hacía grupo.
Con paciencia de hormiga,
con vista de lince, con deseo humano, buscaron entre los restos de los restos,
buscaron contra el olvido. Durante diez años recuperaron, rescataron y
restauraron miles de libros, de fotografías, de diarios, de discos, de afiches,
muchas pinturas, estatuas, instrumentos musicales.
Ninguno de ellos –eran
más de ochocientos, y sería injusto nombrar a uno sin nombrar al resto-, podía
saber que entre los escombros estaba el libro que había sido salvado dos veces,
y que pronto volvería a ser salvado. El libro sobreviviente. Tampoco podían
saber que cada vez que uno de ellos recuperaba un libro, recuperaba la memoria
de todos. Le ganaba la partida al odio y a la muerte. Es difícil darse cuenta
de eso. Es algo muy fuerte, muy grande. Porque aunque pocas veces nos
detengamos a pensarlo, estamos hechos de eso. No de papel, claro, sino de
sentimientos, ideas y palabras. Algo que sobrevive a todo.
Los personajes de este cuento son ficticios, así como
la historia de ese libro único. Luego del atentado a la AMIA , más de ochocientos
jóvenes trabajaron durante una década en las tareas de recuperación y
restauración de los materiales que atesoraba la Fundación IWO :
libros, fotografías, discos, afiches de cine y teatro, periódicos, revistas,
esculturas, instrumentos musicales, pinturas, etc.
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Entre líneas
Escrito por Graciela Repún
Mi abuela me enseñó a leer entre líneas.
Cuando Pablo dice:
Hoy no tengo
ningún plan mejor
y se me
ocurrió invitarte a casa a jugar ajedrez.
Entre líneas, yo leo: no tengo ningún plan mejor
No quiero
darle importancia a que te invito sólo a vos. No quiero que pienses que me
gustás.
No sólo leo entre líneas invitaciones de futuros
novios.
También leo titulares. Y cuando son espantosos o puras maravillas, entre líneas busco
qué queda por decir.
Hoy, me sumergí en una noticia. Debajo de las
palabras impresas había muchas líneas. Como un corte transversal de terrenos en
una infografía. Como capas superpuestas, pero no sólo de tierra.
En la primera línea decía:
…llovía sobre las palabras. Y
los que se habían reunido, se acercaban para escucharse y sentirse próximos.
Las gotas atravesaban paraguas y pilotos. Era de día, pero era de noche. El recuerdo era un rayo de sol que tropezaba.
La lluvia caía desde hace años, capa sobre capas, tristeza desparramada, sueños
derramados. Y la memoria resplandecía, triste, pero unida. Bajo los pies:
pequeñas piedras, grandes piedras. Los recordados volaban en la voz de la
lluvia, amarrados a las alas de la memoria.
En la línea de más abajo, leí:
…la explosión rompió las columnas de los días, los cimientos, las
vértebras de las casas. Casas vacías, sin fotos, sin armarios, sin ventanas.
Las ventanas deshilvanadas. Llovían gotas de vidrio. Las puertas descosidas:
llovían gotas deshechas. El piso era un mar de escombros, de tristeza. Un mar
de náufragos. El tiempo se había detenido, plegado de dolor. Todo eran
fragmentos y trozos sin nombre. La lluvia era de polvo
Más abajo, leí:
el espesor sin aire ahogaba
como lava de un volcán helado. Palabras como dientes, mordían. Palabras mordidas,
actos como hachas, como erizos, como buitres, con colmillos, como lobos. Como
perros rabiosos. Un huracán de odio. Los huracanes pasan, pero lo que queda de ellos
es otra cosa: un abismo. Llovía oscuridad. Lluvia de furia, que enreda en
sombras. Frío de fuego que empapa de oscuridad.
En la otra línea leí.
…antes. Antes sin sombra. Antes con sombra
lejana en tiempo y en distancia.
Y
sueños. Camino.
Y
una calle con sol y con balcones y plantas. Promesas.
(No
había murallas) Puertas abiertas. (No había murallas)
Y en la primera línea leí:
Cimientos. Construcciones.
Volví a la noticia, en el titular decía:
Hoy se conmemora un nuevo
aniversario del atentado a la
AMIA.
…las
palabras impresas refulgían, brillantes bajo la lluvia triste.
Eran capas de sombras y sobre
todo, recuerdos y soles. Una palabra enciende otra palabra, un recuerdo otro
recuerdo, una lágrima otra lágrima.
Seguí leyendo entre las líneas
del tiempo, escuchando caer la lluvia mientras las ramas nuevas de los árboles
se doblaban suavemente bajo las alas de la memoria.
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Justicia
Escrito por Paula Bombara
Entre los escombros un hombre encontró una vieja
máquina de escribir.
Aquel hombre llegó a mí, abrió la puerta y entró.
-Está destrozada- me dice y deposita la máquina en
mi mesa.
-¿Puedo?- pregunto tímidamente.
-Adelante, no muerde.
Tenía parte de sus teclas casi en su sitio.
Otras, rotas.
Algunas faltaban.
La acaricio.
En mi mano queda el polvo de lo que ya no está.
-Es muy hermosa. ¿Usted cree que podré hacer algo?
-Todos podemos y, a la vez...- el hombre se quita los
anteojos y me mira como se mira la pena.
-¿Sabe?... Me dedicaré a limpiarla.
-Eso es un comienzo.
El hombre me deja a solas con la máquina.
Con esa máquina que escribía con letras que no
entiendo.
Acciono una tecla y veo temblar los engranajes.
Acciono otra y otra y otra en un frenesí que parece
el de tanta gente reanimando a tanta gente.
Abrazo la máquina. No quiero llorar.
El sonido te trajo.
O, quizás, el silencio te trajo.
Con curiosidad mirás lo que oculta mi abrazo.
-Ma, te manchaste todo el pulóver- me decís sin
apartar los ojos de ella.
Me paso las manos por el pecho para separar el
polvo pero ya no se puede.
-Ma, ¿que tenés que hacer con ésto? ¿Te dieron las
piezas que faltan?
-Ya no están.
-Hay que buscarlas, ma– me decís y yo contesto que
sí, que tenés razón. Hay que buscarlas.
Cuando el hombre volvió nos encontró juntos.
La máquina relucía en su belleza incompleta.
-No la reconozco- murmura él.
-No se preocupe que es la misma. Los engranajes
siguen temblando.
“Yo también”, parecen decir los ojos del hombre al
despedirse.
Vos y yo nos quedamos mirando su espalda.
Yo vi trescientos ochenta y cinco historias
prendidas a esa espalda.
Vos viste que el hombre acunaba la máquina.
Ambos sabemos que nunca dejaremos de buscar.
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Un mecanismo oculto
Escrito por Daniel Burman
No está confirmado si lo que estamos buscando es un botón o una
palanca. En el grupo hay quienes siguen una pista o la otra. Yo soy de quienes
buscan el botón. De tanto buscarlo es como si ya lo hubiera visto: redondo y
anaranjado, mas o menos del tamaño de un
puño, montado en una caja de madera y
ofreciendo gran resistencia al que se anime a apretarlo. Seguro que esta
sostenido por un resorte de muchas vueltas, para que no se active por error o
descuido, si no por puro convencimiento. Si bien su ubicación exacta (sea botón
o palanca) es incierta, tenemos la información de que estaría escondido en
algún local abandonado de una galería del barrio del Once. Algunos creen que podría
ser alguna de las que están por Avenida Corrientes,
pero otros suponemos que debería ser un lugar mas oscuro y con menos
circulación de gente, por lo que tiene mas sentido especular que se trate de
una de esas galerías tristes y angostas que nacen por Tucumán o Viamonte.
Iniciamos la búsqueda hace unos años, cuando llegaron a la escuela
unos albañiles y empezaron a montar unos pilotes de cemento, justo en el frente
del shule. Marcos, que entonces era
mi mejor amigo, les preguntó a ellos si lo que estaban haciendo era provisorio
o permanente. (Había aprendido la palabra “provisorio” a una edad muy temprana
y la utilizaba en toda ocasión posible). Los albañiles no respondieron, quizá
porque no escuchaban al niño por el ruido de la mezcladora de cemento, o porque
no era una información que podían compartir. Mi abuelo Salo, que entonces
caminaba con las dos piernas y podía ir a buscarme al colegio, fue testigo de la pregunta, y se hizo cargo de
la respuesta. Nos contó que esos pilotes
estarían sólo por un tiempo, un mientras tanto dijo, quizá porque no quería
repetir la palabra provisorio, que tanto le gustaba a Marcos.
Ese tarde invité a Marcos a tomar la leche en mi casa, y seguimos
la conversación sobre los pilotes en el camino.
-Una vez que el cemento se seque, va ser muy difícil sacar esos
pilotes- argumenté mientras derramaba un cañoncito de dulce de leche sobre mi guardapolvo.
El abuelo reflexionó unos pasos, esos silencios de los grandes que
preanuncian alguna revelación para los niños:
-No te preocupes, que ya está todo pensado. Todos los pilotes están
conectados entre sí y se manejan desde un comando central. Parece que es como
un botón gigante o una palanca, que activa todo el mecanismo.
-¿Qué mecanismo?- preguntó Marcos, que si bien no era de la
familia podía preguntarle al abuelo como si fuera suyo.
-Un mecanismo, que hace descender a los pilotes debajo de las
veredas, y quedan ahí escondidos, como
si nunca hubieran existido. Hidráulico, se trata de un mecanismo hidráulico.
Llegamos a casa y esa tarde Marcos repitió la palabra “hidráulico”
al menos 16 veces. Nos encerramos en mi pieza, pusimos la tele bien alta para
que nadie escuche y desplegamos un mapa del barrio del Once, que habían
publicado una vez en la revista de Hebraica. Marcamos con un color los
edificios que tenían los pilotes, y con un crayón roto la red subterránea que
los uniría. Recién entonces tomamos conciencia de que estábamos ante una obra
de ingeniería fabulosa, porque conectar tantos pilotes a un único botón (o
palanca) no debía ser nada fácil. Marcos concluyó que los cables serían
subterráneos, y pasarían por una cañería armada a tal efecto con los rollos de
cartón que descartan las casas de telas. Se trataba de una cuestión de
seguridad. ¿Quién va a revisar unos rollos de cartón enterrados? Nadie.
Así fue como empezamos a buscar el botón o palanca. Primero
salíamos sólo con Marcos, luego él no se aguantó y se lo contó a Fermín, quien
a su vez se lo contó a sus mejores 4 amigos. El grupo fue creciendo y decidimos
limitarlo a 12 miembros, que es número bien par, así siempre entraríamos a las
galerías acompañados y no quedaría nadie
buscando solo.
A medida que
inspeccionábamos las galerías las íbamos tachando del mapa. Entrábamos en los
corredores cuando estaban por cerrar y nos quedábamos escondidos hasta que
salían los dueños. Entonces prendíamos nuestras linternas y buscábamos la caja
de madera. En los sótanos, en los baños, en los depósitos de telas. Mientras buscábamos una cosa encontrábamos
otras, y descubrimos de chiquitos que nada está abandonado por mas que no tenga
dueño, y que hasta una silla renga está esperando ser descubierta. Una noche terminamos de tachar todas las
galerías del mapa y lejos de darnos por vencidos decidimos que quizá el botón o
palanca podría estar escondido en otro barrio, mas allá de las fronteras del
Once.
Recién cuando murió el abuelo Salo le conté a mi madre este
secreto, quien me aseguró desconocer la ubicación de la caja, pero estuvo de
acuerdo con continuar la búsqueda. Le
pareció una buena idea seguir la pesquisa por las galerías, ya que si no es
para guardar semejante secreto, no habría razón para que sigan existiendo.
Antes de irme le pregunté qué se imaginaba, si botón o palanca. Ella no estaba
segura, y me pidió que mientras lo piensa, yo siga buscando. Que es la mejor
manera de seguir siendo un niño.
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Gracias a todos por tan bellos y dolorosos cuentos. Susana Zilberberg
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